jueves, 3 de junio de 2010

AMÉLIE NOTHOMB (Bélgica, 1966)
Ni de Eva, ni de Adán

(…) Abandoné el pueblo en dirección al vacío. El sendero ascendía afablemente por la nieve, y enseguida constaté, con una estúpida alegría de sultán, que estaba virgen. Aquel sábado por la mañana, nadie me había precedido en aquel repecho. Hasta los dos mil metros de altura, el paseo fue una delicia.
      El bosque de coníferas y árboles frondosos se detuvo bruscamente para señalarme la presencia de un cielo cargado de advertencias a las que yo no atendí. Ante mí se desplegaba uno de los paisajes más hermosos del mundo: sobre una larga ladera en forma de falda acampanada, un bosque de bambú bajo la nieve. El silencio me devolvió, intacto, mi grito de éxtasis.
Siempre he sentido un desaforado amor por el bambú, esa criatura híbrida que los japoneses no clasifican ni como árbol ni como planta y que combina una delicada flexibilidad con la elegancia de su abundancia. En mis recuerdos, sin embargo, el bambú jamás había alcanzado el singular esplendor de aquel bosque nevado. Pese a su finura, cada silueta presentaba su propia carga de nieve y su cabellera almidonada de blancura, a la manera de jovencitas convocadas prematuramente para realizar alguna misión sagrada.
      Crucé el bosque como quien recorre otro mundo. La exaltación había sustituido el sentimiento de duración, ignoro durante cuánto tiempo me vi absorbida por el ascenso de aquella ladera.
      Al llegar, divisé, trescientos metros más arriba, la cima del Kumotori Yama. (...)

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